Llegué a la fotografía por casualidad, casi. Contaba por ese entonces con veinte años, todavía vivía en Buenos Aires, y un amigo mío, que tomaba cursos en el Foto Club Argentino, me animó a comenzar uno. Harto de lo que venía haciendo, pensé que un poco de aire fresco no me vendría mal. Con los pocos ahorros que tenía me compré mi primera cámara: una Pentax K1000 de segunda mano, que me acompañaría muchos años. Aquí comenzaría un cambio de rumbo, al principio imperceptible, pero pronto se tornaría radical.
Una vez en Jerusalén, dos años después, decidí presentarme a las pruebas de admisión del departamento de Fotografía de la Academia de Artes y Diseño Bezalel. Fui admitido. Me interesaba especialmente la fotografía de calle, espontánea, la fotografía política, manifestaciones, situaciones sociales determinadas. Pero no eran buenos tiempos para la fotografía documental. En una academia de artes, en aquellos años, fotografiar la calle, lo que veíamos, la represión en los territorios ocupados, por ejemplo, era considerado decadente, passé. Estábamos en el auge de los noventa. Y yo, cuyas inspiraciones eran Walker Evans y Robert Frank, entre otros, me sentía fuera de lugar. Pensé en abandonar los estudios, pero al final, en una especie de exilio interior, decidí refugiarme en el cine. Siempre me gustó escribir, y pensé que el resultado natural, la unión entre escritura y fotografía, podría ser el cine. Segundo movimiento, imperceptible al principio, radical más tarde. Un cambio de ciudad y de rumbo se iba gestando. Mi proyecto de fin de curso fue un cortometraje de ficción basado en un cuento de Cortázar. Intentaba congraciarme con las tendencias de moda. Todo muy local, lejano, postmoderno, a tono con las narrativas culturales de la época, «el latinoamericano que hace una obra llena de toques de ‘realismo mágico’», sin riesgo. Sin embargo, y aun así, allí se adivinaban ya elementos que aparecerían más tarde en mis obras: la utilización de la fotografía fija, principalmente.
Al llegar a Barcelona para cursar mi diploma de estudios superiores en guion y narrativa audiovisual en la Universitat Autònoma de Barcelona, me sentí rápidamente atraído por el cine documental. Un poco lo que hacía al principio con la fotografía, pero de manera total, envolvente. Un par de años más tarde abandoné mis estudios e hice mi primer largometraje de no ficción (Quién mató a Walter Benjamin…). En este, y en el que vino después (Goya, el secreto de la sombra) mi propia fotografía es parte de la puesta en escena.
Mientras tanto, otros proyectos que no han salido todavía, o que nunca verán luz, también comenzaron con un ojo mirando a través del visor de una cámara fotográfica. Descubrí hace muy poco que no puedo concebir proyecto alguno, investigarlo o desarrollarlo, sin una cámara fotográfica de por medio. Es una manera de mirar. Es, si se quiere, la mirada del fotógrafo que deviene cineasta y que, en realidad, no es más –ni menos– que una manera de observar, de otear el horizonte, de aprehender aquello que lo circunda.