Una de las primeras preocupaciones que tuve que definir al comenzar a pensar en este proyecto, era cómo mostrar las obras de Goya en el film.
Recuerdo haber expuesto, a finales del noventa y nueve en una visita al Museo del Prado, cuando todavía se podía fotografiar, un par de carretes en blanco y negro. Tiempo después, una vez revelados, anoté en mi diario: «Me pregunto cómo sería un trabajo fotográfico tomado de pinturas, una especie de reframing».
Cuando años después empecé con la historia de este film, el terreno estaba, si bien todavía de manera inconsciente, abonado.
Había además otra cuestión, no baladí: no quería mostrar las pinturas tal y como venían, filmadas “limpiamente” o mediante reproducciones perfectas, como imágenes inapelables.
No deseaba ocupar el lugar de la pintura de Goya. El mero hecho de decir, he aquí el color de Goya, miradlo, me parecía un desatino. Una impostura.
Opté entonces por una clara apuesta por la intermediación activa y evidente: las fotografías, el reencuadre, una mirada subjetiva, personal, que sirva como distanciamiento de la obra original (la cámara en mano a la hora de filmar el Museo, desde una especie de ‘punto de vista’ autoral, seguiría la misma lógica).
El proceso no era menos importante que el resultado. No sólo fotografiaba en busca de las secuencias para mí film, sino principalmente como medio de observación, de aprendizaje, de acercamiento.
La fotografía induce, ayuda a observar. Nos esconde a la vez que nos hace visibles. Juego de espejos.
Llegué a obsesionarme con una quimérica idea: de tener bajo mi obturador toda la obra de Goya, obtendría sin duda alguna, una vez ordenadas, una narrativa entera de la historia de España. Ayer y hoy.
Un cuadro no es solo lo que está pintado, lo que vemos, sino también su historia. Su propia biografía desde el momento en que se pintó hasta el preciso instante en que lo vemos.
No es solo el retratado o el acontecimiento representado, sino la suma de todas las miradas que se han posado sobre él.